Desde siempre estuvieron
ahí. Aguardando. Cuando la soledad de tus noches era más intensa, haciéndola parecer
mas larga. Ellos fueron la palabra oculta entre tus almohadas, lamiendo
historias de saliva en esos muslos tan resecos. Posesionándose primero de tus
manos, y de ahí deslizándose quedos en tu interior. Fueron ellos los que te
hablaron de las formas que oculta la noche. De las sombras que emergen de cada
rincón en habitaciones vestidas de insomnio. ¡Del humo del cigarrillo
conjurando máscaras sonrientes! ¡De cómo los huesos cuando se acerca el
maldecido amanecer se vuelven más y más transparentes! Hasta que casi no pueden
sostenerte…
Ellos estaban
ahí. Y te hablaban de la angustia de cada nuevo día. Se desnudaban de sus
pieles y lamían tus mejillas, recordándote roces que siempre solo imaginaste. Apartaban
sus pliegues de piel y te mostraban el color obsceno de la lujuria enardecida.
Esa que jamás podías esperar. Te hablaban de la dulce sensación de la sangre
ardiente corriendo por tu pecho. Del palpitar de mil uñas descarnando tu piel a
la vez. Te hablaron de la cálida sensación de la semilla derramada en tus
labios secos, sedientos de hablar. Y de
cómo esos dioses que moran ocultos en el fondo de tu garganta solo podían predicar
la mas cruel de las agonías…
Ellos estaban ahí…
debajo de tu cama, colándose entre tus sábanas. Y cada noche, cuando al fin te
ibas a rendir, ellos poblaban tu mente, susurrándote íntimos secretos. De la
semilla llegó la palabra. Del calor estéril de tu vientre llego la nada. Preñado
por las mentiras susurradas en la oscuridad. Seca. Anhelante… sintiendo la
llama de la desesperación corroer tus huesos. ¡Y sus manos! ¡Siempre sus manos!
¡Desvergonzadas, proclamando su posesión completa sobre tu piel! Empapadas en
tu llanto, arrancado con los alfileres de la más cruel de las verdades. Forzando
su camino entre los destellos crueles de una luna demasiado alejada. Demasiado
lejos como para que sirviera de consuelo…
¡Y lo deseaste!
Quisiste saber como sería por una vez, dejar la máscara caer de ti piel. ¡Dejar
que los músculos cayeran uno a uno entre los pliegues de las sábanas, mezclándose
con el creciente manchón de humedad enrojecida que por fin, parecía alejar la
soledad! Sus dedos como garras penetraron. Se clavaron en tus ojos y te
mostraron la realidad de los sueños. Recorrieron tus entrañas y te enseñaron a
alejar los miedos que acarreaba la soledad. Hambrientos jalaron tus tendones,
obligando a tus miembros a temblar ante una pálida imitación de placer. Un
placer que jamás habrías de experimentar. Y te corriste. Y con tu humedad tu
ser se distendió también. ¡Y ellos seguían ahí! ávidos, burlones… y sus
susurros enloquecedores crecían cada vez más, mientras la sangre fluía
lentamente sobre el lecho, acumulándose en las profundidades del colchón…
arrastrando en su flujo los últimos vestigios, de la ya tan añorado soledad que
habías sido….
Lúcifer Rex